viernes, 22 de noviembre de 2013

La (no) entrevista a Nicolás Cabré


I

Por supuesto que acepto, dije el día que me llamaron por teléfono para anunciarme que había pasado la segunda entrevista laboral. Era una revista de espectáculos, no era muy famosa pero sí emergente. Me puse muy contento: era el primer trabajo que pegaba en un medio luego de tantos call centers.

Mi primera responsabilidad seria era una entrevista. Las primeras semanas sólo fueron notas informativas que conseguía mediante cables: el nacimiento del hijo de una estrella de Hollywood o el nuevo tatuaje de la ganadora del reality del año pasado. La entrevista me parecía peculiar y además entretenida. Nicolás Cabré era un tipo canchero, había laburado en muchos lugares, debía tener unas cuantas anécdotas graciosas.

miércoles, 7 de agosto de 2013

La no escena


La escena
que se conforma
de un diálogo estrambótico
entre una pareja de mediana edad
atrapada en algún canal perdido del trentipico;
la luz borrosa e inconclusa
que se filtra por el vidrio grueso
muy grueso
de la ventana que da hacia afuera;
dos botellas,
una dentro de un vaso grande de telgopor
envuelto en plástico
con insignias que remiten
a la cultura germánica;
el cenicero de tronco cortado
lleno de puchos consumidos
y un logo de goma
pegado en un costado
que dice MIRAMAR
donde la M es un rostro ilusorio;
el olor rancio pero soportable
que exhala el combo de un pasado intenso;
el sonido inquietante
del agua de la ducha
como alfileres
que golpea con slide
la cortina floreada del baño;
los apuntes de Comunicación II
con la cara del militante asesinado
por la mafia estatal
estampada
con una sonrisa
en la hoja que le pone tapa
a la torre serial de papeles;
el paquete de lillos negro
con letras cromadas
sin serif
O-C-B
y al lado
pegadito
con tinta roja y casera
O-NO-C-B.
La escena,
la calma escena,
la sospechosamente calma escena
se modifica,
se transforma
cuando
entre las pelusas,
las migas
y los nudos de pelos
de seres vivos o no vivos
bajo la madera sin barnizar
de una cama recta
brota un estruendo,
un ruido
que sigue,
no se detiene,
polifónico;
la luz
de una pantalla pequeña
que dice
llamada entrante
número desconocido.



domingo, 2 de junio de 2013

La grieta que deja no poder volver el tiempo atrás

El sol en un colador 
entra al mundo por las hendijas de la persiana.
Dos botellas de malbec 
acostadas en el parquet.
Las aletas del ventilador de techo
giran al compás de los latidos.
El brazo estirado en línea recta a la ventana.
La punta del dedo índice roza el mango de un S&W calibre 38.
Y la sangre.

Intenta levantar la cabeza.
Mira a su alrededor,
al resto de la habitación.
Todo ordenado
salvo los vidrios rotos de la ventana,
la ropa contra la puerta
y las botellas atolondradas.

Intenta levantar su cuerpo.
No le responde.
El dolor hipodérmico en la sien,
el piiiii,
la resaca.

No recuerda nada.
Busca en su memoria,
se concentra,
revuelve.

Un vacío negro en el pasado.
Recuerda unos ojos verdes,
una mirada fija,
intimidatoria.
Forcejeo de cuerpos.
Un grito:
¡Puta!
Disparos.
Más disparos.
Recuerda la sensación desesperada
de haber cambiado el destino,
el rumbo natural de las cosas.
Y la grieta que deja no poder volver el tiempo atrás.

Sangre. 
Más disparos. 
Más sangre.

El departamento está inmóvil.
No queda nada con vida.
Intenta levantar su brazo. 
No puede.
Huele el aroma a muerte,
el óxido en el borde de la canilla.
Escucha el goteo en la pileta.
Gota por gota.
Intermitente.
Frunce el ceño,
la vista.
Arruga aún más la mirada.
Presiona los párpados.
Recuerda los gritos.
¡Hija de puta!
Los disparos, la sangre.
Un plan, 
algo, 
rápido.
El cadáver en la bañadera:
la muerte.

El arma manchada de mugre humana,
de deshumanidad,

al igual que su cuerpo.
La desesperación.
El fin.
Un último disparo.
Una bala que resuelva el caos.
Un suicidio.
Pero no.
Algo falla.

El tiempo que tardan las gotas
en desprenderse de la canilla 
hasta estrellarse en el cadáver 
abultado en la bañadera
es el tamaño de su suerte. 
El sonido lento y brutal,
la intermitencia como un latido que nunca se acaba, 

como un reloj permanente.
La soledad del ambiente, 
la inmovilidad, 
el mundo desde el suelo,
las manchas de sangre en el parquet,
la voz que no sale, 

no puede pedir ayuda
ni volver el tiempo atrás.
El revólver a 3 centímetros de la mano derecha.
Basta con moverse para terminar la escena.
Pero no,
no se puede mover.

La vida es un absurdo que se deshace en la garganta de la soledad.

miércoles, 10 de abril de 2013

El hueco del abrazo


Una mano que brota de la tundra 
me arranca del navío.
Hoy me toca volver.
Volver a lo impredecible.

El devenir permanente de la espera.
El tiempo sin tiempo.
La máscara antihumo en la ciudad.
El extrañamiento del paisaje.
La lluvia es un te lo dije, lento y brutal.
La paciencia forzada.
Especular posibilidades.
Sacar cuentas, regatear, por favor.
La probabilidad del desastre.
El fantasma del fracaso.
El gusto amargo del tal vez.
La derrota por metonimia.
Las señales del ya fue.
Un TL inmóvil.
Ni ganas de escribir.
La revancha injusta.
La foto de perfil.
El hueco del abrazo.
El miedo a que el miedo no se vaya.

Volver a mirar el mundo.
Volver a ponerme los ojos tristes.
Volver a lo inestable.
Volver a leer las pesadillas.
La duda, sin certezas, el porrazo.
Volver a dudar.
Volver a perder.
Volver a volver.

El eterno anuncio del fin del mundo.
La espera y volver a esperar.
El socorro que se atraganta.
Volver a aprender.
Aprender a aguantar.
Aprender a inventar un mundo violeta.
Aprender a esperar.
Aprender a aprender.

Nada puede ser peor. Todo puede ser peor.

Es temprano aún. Falta mucho.
¿Cuánto?
Ok, Andrés. Ya es tarde.
Andá.
Volvé a volver. Volvé a aprender.
No te voy a matar.
Todavía no.
Soy más cruel.
Prefiero regalarte el horror:
La incertidumbre.

domingo, 31 de marzo de 2013

Sueño que recolecto gatitos en un microdepartamento


Hace varias semanas que tengo un sueño recurrente. Pero desaparece pasados los 3 minutos de despertarme. Tengo una extraña sensación: la del destino. Hay algo que mi inconsciente me quiere decir. O no, pero yo igual quiero saber. Así que ahora -que me acabo de despertar- frunzo el ceño, aprieto los párpados y trato de retener las imágenes oníricas un rato más.

No puedo acordarme todo. Me faltan detalles, pero me encuentro en una habitación, un monoambiente en un edificio alto y angosto. Es chico y está mal decorado. Una desagradable luz amarilla ilumina todo el lugar aunque afuera aún no anochece. Hay una ventana que da a la ciudad y al ser el único edificio alto de la zona la vista es mucho cielo anaranjado, muchas casas, mucho aire, espacioso. Da la sensación del abismo, de la altura y de la soledad del edificio. También de su pequeñez.

Yo busco y recolecto pequeños gatitos, cachorros, de algún lado que no logro develar. Los agarro del cuero de la nuca con sus garras colgando y los ubico boca arriba en una cama de una plaza con frazada blanca. Aparentemente los gatos no pueden darse vuelta, son como bichos cascarudos. Y así recolecto varios, muchos, más de 20. Cuando considero que son suficientes tomo las cuatro puntas de la frazada y las junto envolviendo a todos los gatos. Giro esas puntas entrelazadas para que haya menos aire dentro de la bolsa que se forma en la frazada y para que los gatos no puedan salir. Luego tomo con las dos manos la tira larga de la frazada enrollada y la giro por sobre mi cabeza varias veces. Como un gaucho que mueve sus boleadoras para tomar impulso y concentrarse en el punto de lanzamiento. Cuando me siento seguro golpeo fuerte contra el suelo el rejunte de gatitos enbolsados en la frazada blanca. No se oyen quejidos ni ronroneos ni gritos ni maullidos ni llantos. Sólo el golpe seco de huesos contra el cemento. Varias veces, hasta que considere mi trabajo terminado.

Luego miro a mi alrededor, busco en el aire las razones. Y me veo sirviendo una picada a amigos y amigas que esperan alegres y hambrientos en la mesa de ese microdepartamento. Llevo platos hondos con queso y paleta cortados en cubos. También una fuente con papas fritas y una tabla de madera con un chorizo seco cortadito. Hay mucho fernet en la mesa, vasos con espuma dulcemente amorranada que sobrepasa el filo del vaso y no se vuelca. Ellos aplauden. Y luego miros mis manos. Tengo dos platitos con pequeños trozos de carne tierna. Son algo similar a las rabas pero más oscuras, con un grosor mayor y una apariencia a carne. Carne de algún mamífero poco convencional.

Preguntan todos qué es. Yo no los engaño. Ellos saben que es mi especialidad. Vuelven a aplaudir. Yo insisto en que coman, que no me jodan, que me da vergüenza.

Luego me veo de nuevo en el departamento. La ventana está abierta. Me vuelve la sensación de altura. De un increíble espacio entre el angosto edificio y el resto de la ciudad. Me pongo a recolectar gatitos. (Sigo sin saber de dónde los saco, dónde están.) Los deposito despacio en la frazada. Ya tengo varios. El último se me revela: logra rasguñarme el brazo cuando lo llevo tomado del cuero de su espalda. Siento que me empieza a morder los dedos pero no me duele. Luego tropiezo y me hallo desparramado en el suelo, inmóvil. Tengo el brazo derecho apuntando hacia la cama y la cabeza apoyada de costado contra el suelo. Veo que debajo del codo quedó atrapado el gatito que estaba llevando hacia la frazada con el resto. Intenta escaparse de mi peso sobre su cuerpo. Rasguña la alfombra. (Ya no hay suelo, lo sé porque al estar acostado siento algo de comodidad en la sien.)

No puedo moverme. Estoy inmóvil. Hago fuerza pero nada. Mi boca está cerrada, intento gritar pero ni siquiera puedo abrirla. El gatito está apunto de escaparse. Muevo mis pupilas hacia la cama y veo que de repente, uno por uno, todos los gatitos bajan. Lograron darse vuelta, superaron la compostura de los bichos cascarudos. Son todos muy pequeños, cachorros. Se dirigen hacia mi cuerpo, torpe y desprotegido, que se halla inmóvil en el suelo del microdepartamento.


sábado, 30 de marzo de 2013

Yo también quería escribir algo sobre los 90


La generación que vivió su adolescencia en los 90 está viciada.
Tienen una peculiar visión de las cosas.
Dicen del mundo un lugar lleno de ira y competencia.
Formulan historias sobre cómo matar insectos.  
Ven al sexo como una fruta que mañana se pudre
por lo que hay que devorarla
sin importar la lástima que exhale.
La política es un negocio administrativo.
El comunismo falló
porque niega la libertad de cagarle la vida al otro.
El capitalismo también falló
pero al menos respeta el curso normal de las cosas.
Les gusta el dinero.
Sueñan frecuentemente con ganarse la lotería
y comprarse una isla en el Caribe.
Recurren seguido a la metáfora de que la naturaleza es asesina per se.
Tienen una mirada inquisidora, camorrera.
No se ajustan a ninguna ideología,
dicen ser sujetos libres que
hacen lo que se les canta el culo.
Se divierten con el humor ácido de reírse de las gordas.
Admiran las esbeltas nalgas en los puestos de revistas.
Odian a los hippies.
No creen que el porro irradie paz.
Prefieren los tragos fuertes.
Le tienen cagazo a la cana.
Se acostumbraron a la basura televisiva.
No gustan del atardecer en una plaza del centro con pasto generoso.
O al menos no te lo dicen.
No muestran debilidad.
Nunca.
Para ellos es un pecado mostrar debilidad.
Porque te hace maricón.
y el mundo es demasiado peligroso para que los maricas festejen.
La putez no se festeja, dicen.
La vida tampoco.
Porque los 90 eran eso:
Odio y corrupción.

martes, 26 de marzo de 2013

No me gustan las personas que


No me gustan las personas que
usan metáforas del tipo la soledad me hizo un piquete.
No me gustan porque
al oír el sonido que sale de su boca cuando yo imagino que lo dicen,
que en realidad lo escriben
y por Twitter,
tienen un brillito zonzo en la mirada.

No me gustan las personas que
cuando se suben al subte
hacen todo lo posible por agarrar un asiento.
En un vagón de pocos metros
corren,
saltan,
dan vueltas a carnera
para primeriar a los colgados
ese lugar de comodidad precoz.
No me gustan porque
cuando se sientan
sacan del bolso
un novedoso libro de autoayuda.
De autosuperación personal,
dicen
para amortiguar el impacto de la lástima.

No me gustan las personas que
desploman toda su compostura en la red social azul.
No me gustan porque
se suelen escarbar con una cuchara de madera
para sacar de sí 
y arrojar
como un vómito liberador
(innecesario para los comensales del mismo bar)
sus pensamientos más brutales
sin la mínima digestión.
Como si el time lime
no fuese la vida misma.

No me gustan las personas que
le dan un excesivo valor,
exageradamente verosímil,
a la palabra felicidad.
No me gustan porque 
se autoconvecen de que
tal cosa existe.
Así como Dios.

No me gustan las personas que,
desprovistas de todo tamiz crítico
e introspección fructífera,
eligen permanecer
en la cómoda tontez de estar vivos.

sábado, 23 de febrero de 2013

Dagas

El tiempo que pasa
desde que suena el despertador
hasta que me levanto
es el tamaño de mi infelicidad.

Una lluvia de dagas me clava a la cama.
No hay ánimo para salir al mundo
y enfrentarlo.
Ya estoy dentro,
sólo que no lo sé.
La ventana está abierta.
Entra una correntada de aire fresco
que me motiva a inquietarme.
No hay nada allá afuera más relevante
que esta culpa mortífera
que me promete
más remordimiento.

Descarto tareas que tenía pensado resolver
a la hora que indicaba la alarma.
Tacho posibilidades.
Me quedo sólo con una,
la de despertarme de este sueño 
ambiguo y cobarde
que no llega a ser una pesadilla.

Voy a levantarme aunque todo es en vano:
soy demasiado infeliz como para notarlo.

martes, 19 de febrero de 2013

Latisaje

Quizás sea hora de terminar con los poemitas que te dejan culo pal norte o mirando el sur. No sé bien cómo es el dicho. Quizás tendría que dejar de escribir milimétricas frases finamente pensadas por un tipo –o sea yo- que perdió el gusto literario desde que nació. Quizás no sea necesario escribir en versos para lograr la pausa que tanto busco. Porque tal vez la cadencia depende de la forma de leer que tiene cada uno. Quizás sea necesario que deje de pensar en expresar mis más profundas y absurdas conclusiones en poemas que empiezan hablando despacito y terminan gritando a las puteadas. Y trato de evitar las malas palabras porque un amigo me dijo que era más fácil lograr el improperio usando improperios. Entonces me reúso a ser tan bocasucia como en la vida real. Bocasucia, qué palabra tan noventa. Quizás tenga que dejar de buscar esas pausas, dejar de separar con 2 enter cuando el próximo verso la va de otra cosa. Pero es verdad, creo que necesito dejar de escribir con pausas para pasar las pausas a mi vida real. Porque la escritura no es vida real. Para mi es todo imaginación. En fin, debo dejar de escribir cosas rebuscadas, eso de pensar las palabras y el tono y la fuerza de cada verso para hacer lo que muchos llamaban cross a la mandíbula. Pero a mi mandíbula. Escribir para que el sonido de la tecla que presiono sea un latigazo en la espalda y un masaje en la cintura. Un latigazomasaje. Un latisaje. 

domingo, 10 de febrero de 2013

Alejandra

No me gusta escribir poemas,
dijo Alejandra.
¡Mentirosa!
Nadie es más perfecta que ella cuando escribe poemas
porque da envidia
su delicada forma
de amar y de odiar al silencio.

Alejandra conoce los colores del paraíso,
los vio una vez en un sueño.

Alejandra tiene un fetiche con las piedras.
De muy chiquita le gustaba golpearse con una en la frente
hasta ver la roca manchada de sangre
y luego metérsela en la boca
para chuparla.
Le gusta el sabor de su sangre
pero le da asco la ajena.

A Alejandra le cabe la muerte
porque le gustan las anfetas
y no puede contener su excitación
al preguntarse cómo es el mundo
del otro lado de la vida.

Alejandra tiene un sex toy,
ella lo llama textículo.

Alejandra se mira en un espejo de cenizas
y se pregunta por el miedo a la muerte del amor.

Alejandra fumó una vez con Cortázar.
Quedaron re locos.
Y entre risotadas, ella le tiró:
“Yo soy la Maga”.

Alejandra tiene algunos problemitas:
ve monstruos detrás del aire.

Una vez miró fijo a una rosa
hasta pulverizarse los ojos
y en su ceguera
coló pepa
y murió
como una diosa psicodélica,
flashando.

domingo, 27 de enero de 2013

II

¿Cuándo fue que dejamos de creer que el amor iba a salvar el mundo?

Estamos en presencia de una banalización cómoda y sincera.
En la desidealización del amor.

Un día amanecimos en la sutura de la resaca.
Las drogas nos habían dado la emoción
que le faltaba a una miserable vida de sueldos escapistas.
Nos despertamos con el sol del mediodía.
Era domingo.
Era un departamento:
Un cubo dentro de cubos apilados jugando a las alturas.
Las paletas del ventilador giraban como siempre desearon hacerlo las agujas del reloj.

Un grito cobarde y necesario nos partió el pecho;
y salió en busca de deshipocritización.

Explosión genuina pero predecible:
la podredumbre enraizada,
la sabia del pecado que corroe nuestra piel,
el barro y la publicidad que nos manchan sin darnos cuenta,
la económica necesidad de inventar necesidades,

el consumo de pequeñas cosas
que nos acercan a pequeñas cosas
para llegar a pequeñas cosas
que nos prometen felicidad,

la sórdida orfandad del romanticismo generacional,
la inmaterialidad desheredada,
las migajas que nos dejó la desesperada cara de la guerra.

La victoria que gritamos hoy
tiene el facilismo de festejar el empate,
un mal menor.
Los laureles que supimos conseguir
tienen el olor rancio de la vergüenza.
El conformismo de un peronismo estancado.

La mercantilización de todo lo que es útil
para saciarnos y conmovernos
de todo lo que quisimos ser
(pero nunca fuimos).

¿Sabés dónde quedó el amor romántico?
En los escombros de las catedrales de Dios,
en las ruinas de una tradición forzada,
en la ingenua inocencia que ignora y no odia,
en la idea de un cielo redentor,
en esa proyección amorfa que llamamos felicidad.
Pero también en el impacto de una mentira
que se rompe contra el suelo.

Escupir en las tumbas de los profetas insanos
para matar a un Dios impiadoso
que no nos querrá jamás en su reino perfectito.

Hoy es el séptimo día.
La resaca nos carcome las entrañas.
Nos duele estar vivos
pero entendimos
que después de morir no hay nada.

Ansiolíticos para la tos y marihuana para desabrocharnos la camisa.

Aquí estamos.
Reinventando lo mejor y peor que creó el hombre:
El amor. Lo inexplicable.