El tiempo que pasa
desde que suena el despertador
hasta que me levanto
es el tamaño de mi infelicidad.
Una lluvia de dagas me clava a la cama.
No hay ánimo para salir al mundo
y enfrentarlo.
Ya estoy dentro,
sólo que no lo sé.
La ventana está abierta.
Entra una correntada de aire fresco
que me motiva a inquietarme.
No hay nada allá afuera más relevante
que esta culpa mortífera
que me promete
más remordimiento.
Descarto tareas que tenía pensado resolver
a la hora que indicaba la alarma.
Tacho posibilidades.
Me quedo sólo con una,
la de despertarme de este sueño
ambiguo y cobarde
que no llega a ser una pesadilla.
Voy a levantarme aunque todo es en vano:
soy demasiado infeliz como para notarlo.