viernes, 20 de julio de 2012

Un botón en la punta del deseo


Nadie se atreve a colocar un botón en la punta del deseo.
Siempre el miedo se inmiscuye y no permite estirar la mano.
Hay una forma, dicen, para lograrlo.
Pero nadie la ha probado.
Hoy lo haré porque estoy harto.
El mundo me propuso cara o cruz.
Mientras todos sigan confundiendo el botón con una moneda
preferiré seguir de abstinencia.
Pero hoy creo decir basta.
Dibujaré una escalera saltarina.
Le pondré resortes cósmicos.
Apretaré fuerte el botón para que no se me caiga en el vuelo.
Y cuando todo esté listo para despegar te pediré una cosa:
La clave. El secreto. La forma. Un beso.

martes, 10 de julio de 2012

La lectura

Hay que estudiar. No queda otra. La monografía es para el jueves y aún no terminé de leer todos los textos. Me encierro en mi casa y comienzo con Postdata. Deleuze me empieza a hablar pero no en francés, sino en castellano, y con la voz de Caparrós porque la traducción está a su cargo. Nunca vi una foto de Deleuze pero me lo imagino. Aunque no haya una lógica real, a su rostro vacío le agrego unos bigotes porque quien habla es Caparrós. Me concentro en imaginarlo: canoso, con anteojos, ceño fruncido y algo amanerado, algo afrancesado. Tiene cada dedo apoyado en la yema con su par de la otra mano y cada tanto los separa para levantar la izquierda, extender  el índice y remarcar con un subrayo mágico las palabras que parecen quedar un rato en el aire. “Pero en una sociedad de control la empresa ha reemplazado a la fábrica, y la empresa es un alma, un gas”. Me distraigo: “la empresa es un alma”.

Junto al libro que leo, apoyado sobre la mesa a unos 20 centímetros hay un cigarrillo reposando sobre la curvatura del cenicero. Acumula un poco de ceniza en su extremo y el humo que arroja es extrañamente blanco. Tomo el cigarrillo y lo coloco en mi boca para pitarlo. Presiono con mis labios el filtro, inhalo. Dejo nuevamente el cigarro en el cenicero. Bajo mi vista hacia el libro y continúo: “Tal vez sea el dinero lo que mejor exprese la diferencia entre las dos sociedades”. Y hay una pausa. Imagino a Deleuze pellizcándose suavemente con los dedos la punta de su bigote; que en realidad es el bigote de Caparrós pero por algún extraño conformismo pictórico yo lo acepto aún sabiendo que no es cierto. Y me sonrío al saber que estoy mezclando todo. Deleuze me mira pero no sonríe. Con su mirada recrimina mi distracción. Y continúo.

“El hombre ya no es el hombre encerrado, sino el hombre endeudado”. Marco la frase con un fibrón fluorescente. Medito la oración, la busco, la grabo en mi cabeza. Tomo una lapicera bic azul que yacía detrás del mate. Dibujo en el libro el símbolo del peso pero luego entiendo que la palabra endeudado no remite al dinero en sí. Como si Deleuze intentara decirme algo más. Entonces pienso en una deuda como la obligación, como una atadura y dibujo una cadena. Dudo. Me rasco la barbilla exagerando mi meditación. Quizás la metáfora sea una cadena invisible. Lo miro a Deleuze como buscando una certeza. Esta vez no tiene el ceño fruncido. De hecho su mirada es más bien piadosa, apacible. Una mueca se divisa detrás sus bigotes. Apoya nuevamente las yemas de los dedos de su mano derecha sobre las yemas de los dedos de su mano izquierda. Mueve leventemente su mirada hacia abajo y la posa sobre la mesa. Abre su boca y me dice, casi susurrando, “se te apaga”. Miro donde mira. Estiro la mano y agarro el cigarrillo. Lo pito rápidamente y lo presiono con un moviendo giratorio sobre el cenicero hasta apagarlo. Mientras largo el humo voy levantando mi vista y entre las bocanadas, extrañamente blancas, Gilles Deleuze desaparece.

domingo, 1 de julio de 2012

Callado

“Siempre agradecí a mis padres que me hayan tenido aunque si hubiese estado en su lugar, abortaría sin dudas”. Esa fue la frase con la que titularon la entrevista que me hizo un periodista de la revista Alrededores cuando era un niño. A partir de esa fecha jamás volví a tener contacto con la prensa.

Nací en 1988, el 28 de julio para ser exacto. En Chivilcoy, una ciudad escondida en la llanura pampeana. De niño fui un gran lector. Según cuentan mis compañeros del jardín, fui el primero en leer los días de la semana que estaban junto al pizarrón. Ese hecho fue la antesala a mi estrellato. Además de mi extrema pedagogía para la lectura poseía una voz entonadamente gruesa. A los 6 ya recitaba poesías de Neruda con la voz de Pavarotti.

Me llamaban para concursos de lotería para que leyera los números ganadores. Iba a fiestas provinciales a coronar a la princesa y decir su nombre frente a toda la audiencia. Salí varias veces en la tele, en programas de espectáculos. Mis padres decidieron que mi carrera era próspera, por lo que abandoné la escuela.

Pero un día todo se derrumbó. Fue en el 2000, yo tenía 12 años. No me lo olvido más: me desperté y quise llamar a mi madre para que me traiga el desayuno –como yo era una estrella me trataban como a un bacán- y no pude. Forcé mis cuerdas vocales pero no emití sonido. Grité con la mudez de una roca. A partir de ese día terminó mi carrera de hablador.

Hace 14 años que estoy callado pero me las rebusco. Tengo una linda novia, un trabajo estable y estudio Comunicación. Sueño recuperar mi voz para ser algún día, locutor de radio. Mientras tanto escribo como un condenado.