Hay que estudiar. No queda otra. La monografía es para
el jueves y aún no terminé de leer todos los textos. Me encierro en mi casa y
comienzo con Postdata. Deleuze me empieza a hablar pero no en francés, sino en castellano, y
con la voz de Caparrós porque la traducción está a su cargo. Nunca vi una foto
de Deleuze pero me lo imagino. Aunque no haya una lógica real, a su rostro
vacío le agrego unos bigotes porque quien habla es Caparrós. Me concentro en
imaginarlo: canoso, con anteojos, ceño fruncido y algo amanerado, algo
afrancesado. Tiene cada dedo apoyado en la yema con su par de la otra mano y
cada tanto los separa para levantar la izquierda, extender el índice y remarcar con un subrayo mágico
las palabras que parecen quedar un rato en el aire. “Pero en una sociedad de
control la empresa ha reemplazado a la fábrica, y la empresa es un alma, un
gas”. Me distraigo: “la empresa es un alma”.
Junto al libro que leo, apoyado sobre la mesa a unos
20 centímetros hay un cigarrillo reposando sobre la curvatura del cenicero.
Acumula un poco de ceniza en su extremo y el humo que arroja es extrañamente
blanco. Tomo el cigarrillo y lo coloco en mi boca para pitarlo. Presiono con
mis labios el filtro, inhalo. Dejo nuevamente el cigarro en el cenicero. Bajo
mi vista hacia el libro y continúo: “Tal vez sea el dinero lo que mejor exprese
la diferencia entre las dos sociedades”. Y hay una pausa. Imagino a Deleuze
pellizcándose suavemente con los dedos la punta de su bigote; que en realidad
es el bigote de Caparrós pero por algún extraño conformismo pictórico yo lo acepto
aún sabiendo que no es cierto. Y me sonrío al saber que estoy mezclando todo.
Deleuze me mira pero no sonríe. Con su mirada recrimina mi distracción. Y
continúo.
“El hombre ya no es el hombre encerrado, sino el
hombre endeudado”. Marco la frase con un fibrón fluorescente. Medito la
oración, la busco, la grabo en mi cabeza. Tomo una lapicera bic azul que yacía
detrás del mate. Dibujo en el libro el símbolo del peso pero luego entiendo que
la palabra endeudado no remite al dinero en sí. Como si Deleuze intentara
decirme algo más. Entonces pienso en una deuda como la obligación, como una
atadura y dibujo una cadena. Dudo. Me rasco la barbilla exagerando mi
meditación. Quizás la metáfora sea una cadena invisible. Lo miro a Deleuze como
buscando una certeza. Esta vez no tiene el ceño fruncido. De hecho su mirada es
más bien piadosa, apacible. Una mueca se divisa detrás sus
bigotes. Apoya nuevamente las yemas de los dedos de su mano derecha sobre las
yemas de los dedos de su mano izquierda. Mueve leventemente su mirada hacia
abajo y la posa sobre la mesa. Abre su boca y me dice, casi susurrando, “se te
apaga”. Miro donde mira. Estiro la mano y agarro el cigarrillo. Lo pito
rápidamente y lo presiono con un moviendo giratorio sobre el cenicero hasta apagarlo. Mientras largo el humo voy levantando mi vista y entre las
bocanadas, extrañamente blancas, Gilles Deleuze desaparece.
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