viernes, 21 de septiembre de 2012

Agujero negro

Depresión.
Nunca encontré definición más sincera que la de entristecerse.
Volverse cada día más triste.
Y pensándolo en la barra de Jannoy a las 4 de la mañana
no es lo mismo que en la charla íntima con la almohada
o en el vacío que te genera mirar lo que hay del otro lado del corazón
o cuando rezás, leés
o te ponés a escribir.

Hace un par de semanas fui a visitar a un amigo.
Andaba depresivo, decían.
Se estaba poniendo cada día más triste.
Los numeritos que tachaba en el calendario
le dejaban caer por su mejilla una lágrima de alambre
que sólo él veía porque era invisible.
Y le tajeaba el alma.
Le carcomía la parte de adentro de la piel.
Y su aspecto ya no era el mismo.
Fumaba para no pensar.
Tomaba para no pensar.
Miraba tele y leía para no pensar.
Pero inevitablemente pensaba.

Él sabe que el mundo es un agujero negro 
en el que todos estamos cayendo sin que nos demos cuenta.
Pero lo que no sabe 
-o su tristeza no le deja ver-
es que el mundo
también es un guiso de insignificantes personas que se cruzan
y se charlan
y se conectan
y se miran a los ojos
y se aprietan las manos
y se dan abrazos
y a todo eso que les suceden le inventan un nombre.
Porque todo existe a partir de que lo nombremos
aunque no sepamos explicar bien qué es.

Ese agujero negro es real.
Y estamos cayendo.
Creo ser consciente que en algún momento me voy a hacer mierda contra el fondo.
Pero mientras tanto,
en esa larga caída
voy a pegarle una gran revuelta al guiso
para seguir cruzándome con insignificantes personas
y ponerle nombres absurdos
a las cosas que siento 
y no puedo explicar.