viernes, 17 de agosto de 2012

Crónica del pseudocadete

Un día laboral en la oficina puede ser claustrofóbico pero teniendo en cuenta cómo los vientos fríos se meten entre los edificios de Buenos Aires es preferible permanecer cerca de la calefacción. “Evidentemente la ola polar no es sólo mediática”, me decían mis compañeros de trabajo.

Un café bien cargado viene bien para las pocas horas de sueño y más aún cuando está calentito. Pero ese café puede no digerirse correctamente y manchar con escupitajos todo el escritorio cuando el jefe, desde la comodidad de su oficina privada,  te dice telefónicamente la frase del terror: “tenés que llevar un sobre al contador”.

Así empieza la historia. Resignado, prendo todos los botones del saco y bordeo varias veces mi cuello con la bufanda de lana antes de salir a la tempestad de la calle. ¡Pucha que hace frío! Espero el colectivo que tarda más de lo normal. Claro, ya es un horario pico y el tránsito está fulero. Los transeúntes, apurados, evitan el contacto visual entre ellos. Todos tienen un objetivo: no chocarse a nadie para hacer más veloz su paso.

Una vez arriba del bondi me dispongo a buscar un lugar pero, vaya casualidad, todos los asientos están ocupados. Pido permiso y me paro junto a la ventanilla. Saco los auriculares pero están hecho un bollo –como de costumbre-. Parece que la vida es eso: lo que pasa mientras uno desenreda sus auriculares. Sintonizo algunas radios pero todas dan publicidad. Prefiero volverlos a guardar y disfrutar de un viaje lleno cotidianidades básicas.

Todo parece ir bien hasta que el colectivo frena de golpe, atolondradamente. “¡Una manifestación!” rezongan algunos. Un muchacho con aparentes aires ejecutivos me dice a modo de comentario: “esta ciudad va a ser siempre así, no veo la hora de irme”. Improviso una sonrisa y decido bajarme ya que el tránsito estaba totalmente paralizado. El frío me golpea la frente. Camino hacia mi objetivo con el sobre bajo el brazo. Alrededor de 150 personas habían cortado una avenida principal con pancartas, banderas y bombos. Varios de los manifestantes repartían folletos. Al pasar a su lado uno de ellos me alcanza uno. “Basta de desalojos” rezaba en letras rectas y oscuras. Mientras caminaba no podía evitar observarlos. Había muchas mujeres con bebés en sus brazos. Todos muy abrigados.

Quedaban unas 10 cuadras por recorrer antes de llegar a destino. Doblo en una callejuela angosta que a medida que avanzo se llena de bares coloridos. En uno de ellos había una pareja de mediana edad que, tomados de la mano, reían a carcajadas. Parecía que se burlaban del frío. Los celé pero de manera no ortodoxa. Como cuando uno anhela algo que sabe que pronto lo tendrá.

Acelero el paso porque el frío transgrede. Cambio el sobre de brazo para evitar el calambre. Prendo un cigarro con la esperanza que la mente deje de pensar en el clima pero el resultado fue el contrario: la mano que lo sostenía se empieza a congelar. Ya estaba cerca. El semáforo podía postergar mi objetivo y prolongar el frío en mi cuerpo pero no mucho más de dos minutos.

Al fin diviso el edificio. Era ése. Lo recordaba porque hace algunos meses me tocó el mismo trayecto aunque sin un clima arrollador. Toco timbre y espero. Quizás estén con el teléfono, pensé. Volví a tocar y así, volví a esperar. Ya habían pasado unos 15 minutos cuando alguien sale del lugar. Era un señor de unos 60 años. Por su pantalón lo identifiqué como el encargado aunque no fuese. Lo freno con un gesto y le pregunto si sabía algo del contador del séptimo piso. “No, nene”, me dice. “En el edificio se jodió la calefacción y todas las oficinas decidieron tomarse el día”. Por mi semblante y la expresión en el rostro el hombre se rió. “El contador no vino a trabajar, se habrá quedado calentito en la casa. ¿O vos no hubieras hecho lo mismo?” Volvió a reir, me palmeó la espalda y se fue. 

Y allí estaba yo, con mis pies helados, la bufanda hasta la nariz y un sobre en la mano que, ese día, no sería entregado. Por el frío polar, claro.