Un
café bien cargado viene bien para las pocas horas de sueño y más aún cuando
está calentito. Pero ese café puede no digerirse correctamente y manchar con
escupitajos todo el escritorio cuando el jefe, desde la comodidad de su oficina
privada, te dice telefónicamente la
frase del terror: “tenés que llevar un sobre al contador”.
Así
empieza la historia. Resignado, prendo todos los botones del saco y bordeo
varias veces mi cuello con la bufanda de lana antes de salir a la tempestad de
la calle. ¡Pucha que hace frío! Espero el colectivo que tarda más de lo normal.
Claro, ya es un horario pico y el tránsito está fulero. Los transeúntes,
apurados, evitan el contacto visual entre ellos. Todos tienen un objetivo: no
chocarse a nadie para hacer más veloz su paso.
Una
vez arriba del bondi me dispongo a buscar un lugar pero, vaya casualidad, todos
los asientos están ocupados. Pido permiso y me paro junto a la ventanilla. Saco
los auriculares pero están hecho un bollo –como de costumbre-. Parece que la
vida es eso: lo que pasa mientras uno desenreda sus auriculares. Sintonizo
algunas radios pero todas dan publicidad. Prefiero volverlos a guardar y
disfrutar de un viaje lleno cotidianidades básicas.
Todo
parece ir bien hasta que el colectivo frena de golpe, atolondradamente. “¡Una manifestación!”
rezongan algunos. Un muchacho con aparentes aires ejecutivos me dice a modo de
comentario: “esta ciudad va a ser siempre así, no veo la hora de irme”.
Improviso una sonrisa y decido bajarme ya que el tránsito estaba totalmente
paralizado. El frío me golpea la frente. Camino hacia mi objetivo con el sobre
bajo el brazo. Alrededor de 150 personas habían cortado una avenida principal
con pancartas, banderas y bombos. Varios de los manifestantes repartían
folletos. Al pasar a su lado uno de ellos me alcanza uno. “Basta de desalojos”
rezaba en letras rectas y oscuras. Mientras caminaba no podía evitar
observarlos. Había muchas mujeres con bebés en sus brazos. Todos muy abrigados.
Quedaban
unas 10 cuadras por recorrer antes de llegar a destino. Doblo en una callejuela
angosta que a medida que avanzo se llena de bares coloridos. En uno de ellos
había una pareja de mediana edad que, tomados de la mano, reían a carcajadas.
Parecía que se burlaban del frío. Los celé pero de manera no ortodoxa. Como
cuando uno anhela algo que sabe que pronto lo tendrá.
Acelero
el paso porque el frío transgrede. Cambio el sobre de brazo para evitar el
calambre. Prendo un cigarro con la esperanza que la mente deje de pensar en el
clima pero el resultado fue el contrario: la mano que lo sostenía se empieza a
congelar. Ya estaba cerca. El semáforo podía postergar mi objetivo y prolongar
el frío en mi cuerpo pero no mucho más de dos minutos.
Al
fin diviso el edificio. Era ése. Lo recordaba porque hace algunos meses me tocó
el mismo trayecto aunque sin un clima arrollador. Toco timbre y espero. Quizás
estén con el teléfono, pensé. Volví a tocar y así, volví a esperar. Ya habían
pasado unos 15 minutos cuando alguien sale del lugar. Era un señor de unos 60
años. Por su pantalón lo identifiqué como el encargado aunque no fuese. Lo
freno con un gesto y le pregunto si sabía algo del contador del séptimo piso. “No,
nene”, me dice. “En el edificio se jodió la calefacción y todas las oficinas
decidieron tomarse el día”. Por mi semblante y la expresión en el rostro el
hombre se rió. “El contador no vino a trabajar, se habrá quedado calentito en
la casa. ¿O vos no hubieras hecho lo mismo?” Volvió a reir, me palmeó la
espalda y se fue.
Y allí estaba yo, con mis pies helados, la bufanda hasta la
nariz y un sobre en la mano que, ese día, no sería entregado. Por el frío polar,
claro.