domingo, 31 de marzo de 2013

Sueño que recolecto gatitos en un microdepartamento


Hace varias semanas que tengo un sueño recurrente. Pero desaparece pasados los 3 minutos de despertarme. Tengo una extraña sensación: la del destino. Hay algo que mi inconsciente me quiere decir. O no, pero yo igual quiero saber. Así que ahora -que me acabo de despertar- frunzo el ceño, aprieto los párpados y trato de retener las imágenes oníricas un rato más.

No puedo acordarme todo. Me faltan detalles, pero me encuentro en una habitación, un monoambiente en un edificio alto y angosto. Es chico y está mal decorado. Una desagradable luz amarilla ilumina todo el lugar aunque afuera aún no anochece. Hay una ventana que da a la ciudad y al ser el único edificio alto de la zona la vista es mucho cielo anaranjado, muchas casas, mucho aire, espacioso. Da la sensación del abismo, de la altura y de la soledad del edificio. También de su pequeñez.

Yo busco y recolecto pequeños gatitos, cachorros, de algún lado que no logro develar. Los agarro del cuero de la nuca con sus garras colgando y los ubico boca arriba en una cama de una plaza con frazada blanca. Aparentemente los gatos no pueden darse vuelta, son como bichos cascarudos. Y así recolecto varios, muchos, más de 20. Cuando considero que son suficientes tomo las cuatro puntas de la frazada y las junto envolviendo a todos los gatos. Giro esas puntas entrelazadas para que haya menos aire dentro de la bolsa que se forma en la frazada y para que los gatos no puedan salir. Luego tomo con las dos manos la tira larga de la frazada enrollada y la giro por sobre mi cabeza varias veces. Como un gaucho que mueve sus boleadoras para tomar impulso y concentrarse en el punto de lanzamiento. Cuando me siento seguro golpeo fuerte contra el suelo el rejunte de gatitos enbolsados en la frazada blanca. No se oyen quejidos ni ronroneos ni gritos ni maullidos ni llantos. Sólo el golpe seco de huesos contra el cemento. Varias veces, hasta que considere mi trabajo terminado.

Luego miro a mi alrededor, busco en el aire las razones. Y me veo sirviendo una picada a amigos y amigas que esperan alegres y hambrientos en la mesa de ese microdepartamento. Llevo platos hondos con queso y paleta cortados en cubos. También una fuente con papas fritas y una tabla de madera con un chorizo seco cortadito. Hay mucho fernet en la mesa, vasos con espuma dulcemente amorranada que sobrepasa el filo del vaso y no se vuelca. Ellos aplauden. Y luego miros mis manos. Tengo dos platitos con pequeños trozos de carne tierna. Son algo similar a las rabas pero más oscuras, con un grosor mayor y una apariencia a carne. Carne de algún mamífero poco convencional.

Preguntan todos qué es. Yo no los engaño. Ellos saben que es mi especialidad. Vuelven a aplaudir. Yo insisto en que coman, que no me jodan, que me da vergüenza.

Luego me veo de nuevo en el departamento. La ventana está abierta. Me vuelve la sensación de altura. De un increíble espacio entre el angosto edificio y el resto de la ciudad. Me pongo a recolectar gatitos. (Sigo sin saber de dónde los saco, dónde están.) Los deposito despacio en la frazada. Ya tengo varios. El último se me revela: logra rasguñarme el brazo cuando lo llevo tomado del cuero de su espalda. Siento que me empieza a morder los dedos pero no me duele. Luego tropiezo y me hallo desparramado en el suelo, inmóvil. Tengo el brazo derecho apuntando hacia la cama y la cabeza apoyada de costado contra el suelo. Veo que debajo del codo quedó atrapado el gatito que estaba llevando hacia la frazada con el resto. Intenta escaparse de mi peso sobre su cuerpo. Rasguña la alfombra. (Ya no hay suelo, lo sé porque al estar acostado siento algo de comodidad en la sien.)

No puedo moverme. Estoy inmóvil. Hago fuerza pero nada. Mi boca está cerrada, intento gritar pero ni siquiera puedo abrirla. El gatito está apunto de escaparse. Muevo mis pupilas hacia la cama y veo que de repente, uno por uno, todos los gatitos bajan. Lograron darse vuelta, superaron la compostura de los bichos cascarudos. Son todos muy pequeños, cachorros. Se dirigen hacia mi cuerpo, torpe y desprotegido, que se halla inmóvil en el suelo del microdepartamento.


sábado, 30 de marzo de 2013

Yo también quería escribir algo sobre los 90


La generación que vivió su adolescencia en los 90 está viciada.
Tienen una peculiar visión de las cosas.
Dicen del mundo un lugar lleno de ira y competencia.
Formulan historias sobre cómo matar insectos.  
Ven al sexo como una fruta que mañana se pudre
por lo que hay que devorarla
sin importar la lástima que exhale.
La política es un negocio administrativo.
El comunismo falló
porque niega la libertad de cagarle la vida al otro.
El capitalismo también falló
pero al menos respeta el curso normal de las cosas.
Les gusta el dinero.
Sueñan frecuentemente con ganarse la lotería
y comprarse una isla en el Caribe.
Recurren seguido a la metáfora de que la naturaleza es asesina per se.
Tienen una mirada inquisidora, camorrera.
No se ajustan a ninguna ideología,
dicen ser sujetos libres que
hacen lo que se les canta el culo.
Se divierten con el humor ácido de reírse de las gordas.
Admiran las esbeltas nalgas en los puestos de revistas.
Odian a los hippies.
No creen que el porro irradie paz.
Prefieren los tragos fuertes.
Le tienen cagazo a la cana.
Se acostumbraron a la basura televisiva.
No gustan del atardecer en una plaza del centro con pasto generoso.
O al menos no te lo dicen.
No muestran debilidad.
Nunca.
Para ellos es un pecado mostrar debilidad.
Porque te hace maricón.
y el mundo es demasiado peligroso para que los maricas festejen.
La putez no se festeja, dicen.
La vida tampoco.
Porque los 90 eran eso:
Odio y corrupción.

martes, 26 de marzo de 2013

No me gustan las personas que


No me gustan las personas que
usan metáforas del tipo la soledad me hizo un piquete.
No me gustan porque
al oír el sonido que sale de su boca cuando yo imagino que lo dicen,
que en realidad lo escriben
y por Twitter,
tienen un brillito zonzo en la mirada.

No me gustan las personas que
cuando se suben al subte
hacen todo lo posible por agarrar un asiento.
En un vagón de pocos metros
corren,
saltan,
dan vueltas a carnera
para primeriar a los colgados
ese lugar de comodidad precoz.
No me gustan porque
cuando se sientan
sacan del bolso
un novedoso libro de autoayuda.
De autosuperación personal,
dicen
para amortiguar el impacto de la lástima.

No me gustan las personas que
desploman toda su compostura en la red social azul.
No me gustan porque
se suelen escarbar con una cuchara de madera
para sacar de sí 
y arrojar
como un vómito liberador
(innecesario para los comensales del mismo bar)
sus pensamientos más brutales
sin la mínima digestión.
Como si el time lime
no fuese la vida misma.

No me gustan las personas que
le dan un excesivo valor,
exageradamente verosímil,
a la palabra felicidad.
No me gustan porque 
se autoconvecen de que
tal cosa existe.
Así como Dios.

No me gustan las personas que,
desprovistas de todo tamiz crítico
e introspección fructífera,
eligen permanecer
en la cómoda tontez de estar vivos.