sábado, 6 de octubre de 2012

Funeral

Soy un pálido esqueleto
caminando en un funeral.
Todos lloran.
Hay pañuelos blancos y maquillajes corridos.
Los smokings fueron alquilados hace varios días.
Todos predecían esa muerte
que aún no se fue.
Un cajón barnizado en caoba
con detalles en bronce
desciende lentamente.
Un sacerdote de apacible semblante 
que luce una túnica blanca
sermonea con paciencia.
El viento sopla generoso.
Los hombres yacen cabizbajos
con cabezas femeninas apoyadas en sus hombros.
No hay niños en el lugar.
Las mujeres más jóvenes sueltan un lamento ruidoso.
Sus berrinches son particularmente agradables.
El sol se refleja en los vidrios oscuros
de los anteojos que disimulan la tristeza.
El clérigo, en pleno soliloquio,
continúa justificando el dolor con decisiones del destino.
El tiempo es una suave cascada que lentamente se estrella contra el río.
Una mujer que llora,
un hombre que la abraza.
Un arrebato del lenguaje.
No hay Dios.
Estoy yo
con mis huesos gangrenosos
y la genética imposible.
En el cajón hay carne. Sólo carne.
Carne putrefacta que se descompone en la oscuridad del encierro
mientras la tumba chupa el cajón como la gula más grotesca.
A mi nadie me ve.
El sol no resplandece en mi opaco cuerpo.
Ni siquiera me asemejo a la luz mala.
Soy apenas una figura mutilada.
No tengo molestias musculares.
Lo que me duele es el mundo.
Yo no existo.
¿Existo?
¿Es un sueño?
¿Cuándo me voy a despertar?
Nunca.