domingo, 18 de noviembre de 2012

La rima ha muerto

La rima ha muerto.
IS DEAD. ¡Caput! Chau.
Bien muerta está la rima.

Lo que el escritor sin formación,
de poca lectura y escueto conocimiento literario tiene
es un cliché perforado en la sien
que le repiquetea con ritmo psicótico:
La cancioncita de las palabras.

El niño que se cría bajo un sol comercial,
sin la sombra de una biblioteca
y sin la empolvada imagen de una madre
que susurra historias improvisadas
sentada en la esquina de la cama
a centímetros de sus pies envueltos en sábanas azules;
el niño que sólo absorbe tele y mugre
va a vivir azotado y condenado
por el ritmo intermitente
de la rima.

La canción es la literatura de los pobres,
de la barbarie,
de la ignorancia.
Quien sólo ha mamado este género
y quiera escribir poemitas
está condenado a oír
por los siglos de los siglos
los martillazos ingenuos
que dirán como encauzar para el orto
los vuelos nacientes de la creatividad.

No hay más remedio que sumergirse
en esa pecera de tormentosas y enciclopédicas literaturas.
Parirlas, odiarlas, besarlas, amarlas y volverlas a odiar
para sacarse de una buena vez
la idea infantil de escribir en versos métricos.
Como si la matemática tuviera que ver con el arte catártico.
Como si la poesía fuera un crucigrama.
Como si el poema fuera la adaptación de las ideas
a una estructura premeditada de contrastes duros
y no al revés.

Contar sílabas es parte de esa jaula oxidada,
de barrotes quebrantables.
Es como cuando me decían que con 6 palitos haga un dibujo.
Los límites murieron.
Y la rima es un límite que está bien muerto.

Algún día
la musiquita del reloj del mundo.
el cronómetro con swin,
las ruinas de un hit,
el ring tone polifónico de las palabras
dejará de castigar mi libertad de crear algo
que salga de mis entrañas
sin moldes muertos.

lunes, 12 de noviembre de 2012

Domingo

El domingo ya no tenía la carga simbólica del día de descanso. Tampoco la de la resaca, a la cual solía estar acostumbrado. Hacía unos meses que empezó a trabajar los fines de semana. Eso le hacía perder un poco la rutinaria noción del tiempo. Algunos días trabaja a la noche, otros a la mañana. Y así empezó a desmentir las convenciones de cada día. Los lunes ya no tenían la pesadez de volver a empezar, ni los viernes la emancipadora alegría del fin del calvario. Y las horas, ¡malditas horas!, no existía la coherencia temporal en su vida porque en su monoambiente la ventana daba a un diminuto patio interno donde la luz del día casi que ni se asomaba. Se la pasaba encerrado mirando cómo las paletas del ventilador de techo giraban sobre la habitación formando ingeniosas sombras que variaban de tamaño según la velocidad que adquiriesen.

Los domingos se levantaba temprano para permanecer varios minutos en la esquina de la avenida a la espera de que el lejano reflejo del cartel luminoso del colectivo se visibilice y muestre claros sus números. Recién allí podría tomar la decisión de ir hacia la parada. La esquina era el punto medio entre dos garitas de dos colectivos que lo llevaban al mismo lugar. Su mala visión y su tosco orgullo en no aceptarlo le jugaban una mala pasada de vez en cuando. A veces sentía que venía uno de los colectivos, corría hacia su parada y cuando éste pasaba resultaba ser el otro. En la percepción de identificar qué bondi era y en la decisión de dirigirse a la parada que considerase acertaba, en ese preciso instante, definía sus días.

Tanto había cambiado su vida que ya no cocinaba su clásica salsa colorada porque decía que sólo se podía preparar un domingo al mediodía. Y como ese día le tocaba trabajar, se acostumbró al olvido de esa tradición. Lo mismo sucedió con el fernet. De chico solía tomar bastante en las salidas con sus amigos. Debido a su dependencia laboral la tradición se perdió así como también perdió el contacto con ellos. En la semana estudiaba para rendir los finales que nunca aprobaba. Dejó de ir  a la facultad porque consideró que su tiempo estaba demasiado ocupado. Y como su orgullo dominaba cualquier situación post toma de decisión, jamás volvió a anotarse en una materia.

Su novia era una persona especial. No especial como suelen decir en los cuentos infantiles, era especial porque lo quería. Y eso no sucedía a menudo. Su falta de voluntad comenzó a afectar la relación. Ella le exigía que le demuestre cosas que él ya no tenía. Él no le exigía nada porque ya no esperaba nada. Ni de ella ni de nadie.

Un día él la esperó como espera que se hierva el agua para el té. Pero ella jamás llegó. Decidió no llamarla y dejó el teléfono cerca esperando que del micrófono salieran las explicaciones que necesitaba. Pero nada de ésto pasó. Ni siquiera en la madrugada para interrumpir sus pesadillas. Su orgullo no le permitía pedir ayuda. Y así pasaron dos semanas.

Cuando llegó del trabajo, un domingo tan discreto como hoy, subió las escaleras, giró dos veces la llave en la cerradura y abrió despacio la puerta. Las persianas estaban bajas y las luces apagadas. Estiró el brazo y prendió el velador de pie. Un fuerte dolor de cabeza le azotaba en la frente. Decidió recostarse para aplacarlo pero cuando apoyó su cuerpo en la cama sintió que alguien le había ganado de mano. Un bulto yacía en ella. Lo destapó cuidadosamente como sabiendo de qué se trataba. Era él mismo. Su cuerpo muerto en perfecto estado de composición. Sin alarmarse lo empujó al suelo y lo pateó hasta ocultarlo debajo de la cama.

Y así, cada vez que intentaba recostarse, el cuerpo volvía a aparecer sobre el lecho para incomodarlo. Como se acostumbró a los nuevos horarios, a dejar de estudiar, a no volver a pisar la facultad, a no tomar fernet, a no preparar su salsa, a no ver más a sus amigos y a dejar de escuchar la dulce voz de su novia, se acostumbró a poner su propio cadáver debajo de la cama cada vez que quería tirarse a dormir.