El domingo ya no tenía la carga simbólica del día de descanso. Tampoco la de la resaca, a la cual solía estar acostumbrado. Hacía
unos meses que empezó a trabajar los fines de semana. Eso le hacía perder un
poco la rutinaria noción del tiempo. Algunos días trabaja a la noche, otros a
la mañana. Y así empezó a desmentir las convenciones de cada día. Los lunes ya
no tenían la pesadez de volver a empezar, ni los viernes la emancipadora
alegría del fin del calvario. Y las horas, ¡malditas horas!, no existía la
coherencia temporal en su vida porque en su monoambiente la ventana daba a un
diminuto patio interno donde la luz del día casi que ni se asomaba. Se la
pasaba encerrado mirando cómo las paletas del ventilador de techo giraban sobre
la habitación formando ingeniosas sombras que variaban de tamaño según la
velocidad que adquiriesen.
Los domingos se levantaba temprano para permanecer
varios minutos en la esquina de la avenida a la espera de que el lejano reflejo
del cartel luminoso del colectivo se visibilice y muestre claros sus números.
Recién allí podría tomar la decisión de ir hacia la parada. La esquina era el
punto medio entre dos garitas de dos colectivos que lo llevaban al mismo lugar.
Su mala visión y su tosco orgullo en no aceptarlo le jugaban una mala pasada de
vez en cuando. A veces sentía que venía uno de los colectivos, corría hacia su
parada y cuando éste pasaba resultaba ser el otro. En la percepción de
identificar qué bondi era y en la decisión de dirigirse a la parada que
considerase acertaba, en ese preciso instante, definía sus días.
Tanto había cambiado su vida que ya no cocinaba su
clásica salsa colorada porque decía que sólo se podía preparar un domingo al
mediodía. Y como ese día le tocaba trabajar, se acostumbró al olvido de esa
tradición. Lo mismo sucedió con el fernet. De chico solía tomar bastante en las
salidas con sus amigos. Debido a su dependencia laboral la tradición se perdió
así como también perdió el contacto con ellos. En la semana estudiaba para
rendir los finales que nunca aprobaba. Dejó de ir a la facultad
porque consideró que su tiempo estaba demasiado ocupado. Y como su orgullo
dominaba cualquier situación post toma de decisión, jamás volvió a anotarse en
una materia.
Su novia era una persona especial. No especial como
suelen decir en los cuentos infantiles, era especial porque lo quería. Y eso no
sucedía a menudo. Su falta de voluntad comenzó a afectar la relación. Ella le
exigía que le demuestre cosas que él ya no tenía. Él no le exigía nada porque
ya no esperaba nada. Ni de ella ni de nadie.
Un día él la esperó como espera que se hierva el
agua para el té. Pero ella jamás llegó. Decidió no llamarla y dejó el teléfono
cerca esperando que del micrófono salieran las explicaciones que necesitaba.
Pero nada de ésto pasó. Ni siquiera en la madrugada para interrumpir sus
pesadillas. Su orgullo no le permitía pedir ayuda. Y así pasaron dos semanas.
Cuando llegó del trabajo, un domingo tan discreto
como hoy, subió las escaleras, giró dos veces la llave en la cerradura y abrió
despacio la puerta. Las persianas estaban bajas y las luces apagadas. Estiró el
brazo y prendió el velador de pie. Un fuerte dolor de cabeza le azotaba en la
frente. Decidió recostarse para aplacarlo pero cuando apoyó su cuerpo en la
cama sintió que alguien le había ganado de mano. Un bulto yacía en ella. Lo
destapó cuidadosamente como sabiendo de qué se trataba. Era él mismo. Su cuerpo
muerto en perfecto estado de composición. Sin alarmarse lo empujó al suelo y lo
pateó hasta ocultarlo debajo de la cama.
Y así, cada vez que intentaba recostarse, el cuerpo
volvía a aparecer sobre el lecho para incomodarlo. Como se acostumbró a los
nuevos horarios, a dejar de estudiar, a no volver a pisar la facultad, a no
tomar fernet, a no preparar su salsa, a no ver más a sus amigos y a dejar de
escuchar la dulce voz de su novia, se acostumbró a poner su propio cadáver debajo de
la cama cada vez que quería tirarse a dormir.
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