lunes, 14 de julio de 2014

Destrozos posmundial


I

Prefiero empezar por el final. O, mejor dicho, por el momento exacto en que se desvanece la posibilidad del cambio. Cuando el italiano Nicola RIzzoli pita el final del partido la escena se compone de: 1) la pantalla del plasma sobre el escritorio mostrando una Alemania distinta, contraponiendo esta nueva alegría con la frialdad de su juego, y a Javier Mascherano parado en el centro de la cancha con los brazos en la cintura, mordiéndose el labio inferior y mirando el suelo; 2) un silencio arrollador donde ninguno de los que vimos el partido en ese departamento alfombrado de Recoleta se atrevía a romper; 3) el levantamiento sigiloso de uno de los presentes del sillón para luego agarrar la campera y despedirse levantando apenas la mano con un gesto que solo podía interpretarse como un frío y seco adiós.

Lo que deviene después es una serie de comentarios piadosos y conformistas entre los que nos quedamos a presenciar la entrega de medallas. Un rato después me fui a saludar a un amigo que cumplía años.

En la calle había festejos. Sí, festejos. La mano de Santa Fe que va hacia el centro estaba cortada por una multitud del tamaño de dos cuadras. Un tipo en cuero sentado en la ventanilla de un Peugeot 504 gris sacando el torso afuera y revoleando una camiseta. Muchas mujeres, la mayoría de unos 16 años, portaban un maquillaje con los colores de la Selección en los labios o en los párpados o en las mejillas o en todos esos lugares juntos.

II

En el supuesto cumpleaños la escena se componía de otra forma: 1) la pantalla del plasma sobre el escritorio mostrando las imágenes de un partido virtual del PES donde Uruguay y Chile igualaban 2 a 2 y la estrategia de ambos era el contragolpe; 2) sobre el sillón dos muchachos que estaban concentrados observando la pantalla con los joysticks en la mano apenas me saludaron de palabra; 3) el cumpleañero –que había bajado a abrirme y le di el correspondiente abrazo en el zaguán del edificio-, sentado en una silla de madera, en silencio, angustiado me decía que hay un cuarto integrante que está oculto, que está durmiendo en la habitación contigua y que lo vaya a despertar.

Nos internamos un buen rato ahí. Tratamos de evitar caer en los lugares comunes del tipo “Messi es un pecho frío” o “lo importante es que se dejó todo”. Más bien intentamos no hablar del Mundial.

III

Salimos hacia el Obelisco. No a festejar -porque jamás se festeja una derrota, en todo caso se demuestra orgullo con un sórdido silencio- sino a buscar algún lugar para comer y seguir bebiendo. Antes de cruzar la 9 de julio, en la pantalla que se veía adentro de un bar, el zócalo de Canal 26 decía INCIDENTES EN EL OBELISCO. Así: todo en mayúsculas. Cuando cruzamos la gran avenida entendimos un poco de qué la iba el caos. Mucha, muchísima gente con elementos alusivos a la esporádica Patria deportiva: banderas, gorros, maquillajes, bubucelas, remeras. Se cantaba, se alentaba, se gritaba, se maldecía. Había niños corriendo, madres con cochecitos, grupos de chicas menores, muchachos en cuero tomando birra del pico y lúmpenes. Apenas algunos policías miraban de reojo el agite. Se podría decir que estaba una muestra importante de la totalidad nacional.

Encontramos un antro sobre Rivadavia y tuvimos que golpear la puerta para entrar. Del otro lado del vidrio, casi con mímica, un pelado grandote con la cabeza tatuada nos preguntó qué queríamos. Cuando entendió que nuestro objetivo era masticar algunas empanadas para regodear el estómago y seguir bebiendo nos dejó entrar. La mayoría de los locales estaban cerrados. El lugar era exactamente eso: un antro. Los treinta cuadros que adornaban las paredes eran realmente feos: dibujos similares a la serie Alejo y Valentina con brillo metálico y una insulsa forma de pintarlos sin demasiado detalle. Por suerte no recuerdo el nombre del bar.

Se hizo tarde. Caminamos por Florida buscando un pub que uno de los chicos tenía visitado. Estaba cerrado. Fuimos a otro que quedaba cerca. Lo mismo. Y así. Caminamos demasiado. Hasta que retomamos la 9 de julio, esta vez desolada.

IV

El mundo de la Avenida 9 de julio se divide entre los locales que priorizaron la seguridad de sus pertenencias con una cortina metálica y oscura y los locales que priorizaron la vistosa vidriera de sus productos con un luminoso vidrio exhibicionista. Los segundos fueron brutalmente asaltados. Y cuando digo brutalmente no me refiero a la golpiza que le pueden propinar tres policías dotados de una armadura moderna y elementos de contusión a un manifestante que apenas tiene un pañuelo que le tapa la boca, sino, más bien, al golpe certero de una piedra que impacta y destruye la frágil coraza de la vidriera para que luego, el lanzador ingrese, tome rápidamente esos ostentosos productos y se esfume del lugar como si nada hubiera pasado. La brutalidad de tomar lo que el porvenir le quitó. Esa brutalidad que podría ser equiparable a la doble patada que Biglia y Mascherano travestidos de hermanos Korioto le lanzan a Schweinsteiger cuando el partido padecía la pura tensión del final.

V

Resulta pecaminoso pensar en el Mundial luego de cómo terminó. Los recuerdos son mútiples y borrosos: Messi como un Jesucristo ciborg que aparece frente a Bosnia, Irán, Nigeria y Suiza para detonar la rabia contenida de adeptos y detractores; la lastimosa lucha contra el imperialismo de la FIFA por parte de un grupo de uruguayos que repudiaban las sanciones al canibalismo de Luis Suárez; mujeres sobreexcitadas con los abdominales del Pocho Lavezzi y la consiguiente procesión de hombres inseguros de su propia masculinidad; el enojo de los tipos que veían cómo, no solo sus señoras sino cualquier sujeto que no haya visto fútbol en su vida, vivía con la misma pasión que ellos la experiencia mundialista de cada pase a la etapa siguiente; la vergonzante derrota brasileña por 7 a 1; la caída en cámara lenta de Sabella cuando un bombazo de Higuaín da en el travesaño; el derrotero del periodismo especializado que ya no sabe si situarse como analista, como hincha, como Juez de la moral o como una máquina de entretenimiento que rechina tan fuerte que es preferible apagar; la pulenta de Mascherano y la proliferación de sus incondicionales que demuestran que nuestra  Patria es rabia, garra, huevos y la enorme y siempre latente posibilidad. Los recuerdos, con el tiempo, van a ser sólo esos. Al menos eso espero.

VI

La mugre desbordaba las bocacalles. Entre dos y tres columnas de humo que salían de pequeños incendios entre la basura se desplegaban por cada cuadra. Camiones policiales, algún que otro oficial, empleados públicos que limpiaban los destrozos y vendedores ambulantes que se negaban a llegar a su casa con dos latas de cerveza que le quedaron en la conservadora de telgopor.  

Estábamos caminando por los restos de una ciudad derruida, saqueada, mutilada. Éramos los sobrevivientes que se escondieron frente al caos inminente (claro que no fue consciente, sólo queríamos recluir de la masa nuestra angustia y beber un poco más). Si rengueábamos no era por los golpes recibidos en el combate sino, más bien, por la cantidad de cervezas que veníamos tomando desde el inicio del partido.

Humo, fuego, mugre, vidrios rotos, policías con cascos, basura, vendedores insatisfechos, y nosotros, caminando hacia algún lugar, intentando no recordar la mordida de Higuaín en el mano a mano, la pifia de Palacio, la intrascendencia de Agüero o la ausencia de Messi. Intentando abstenernos a pensar en el después, en el otro día, en el lunes, tan lunes que lastima.


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