I
Prefiero
empezar por el final. O, mejor dicho, por el momento exacto en que se desvanece
la posibilidad del cambio. Cuando el italiano Nicola RIzzoli pita el final del partido
la escena se compone de: 1) la pantalla del plasma sobre el escritorio mostrando
una Alemania distinta, contraponiendo esta nueva alegría con la frialdad de su
juego, y a Javier Mascherano parado en el centro de la cancha con los brazos en
la cintura, mordiéndose el labio inferior y mirando el suelo; 2) un silencio
arrollador donde ninguno de los que vimos el partido en ese departamento
alfombrado de Recoleta se atrevía a romper; 3) el levantamiento sigiloso de uno
de los presentes del sillón para luego agarrar la campera y despedirse
levantando apenas la mano con un gesto que solo podía interpretarse como un
frío y seco adiós.
Lo
que deviene después es una serie de comentarios piadosos y conformistas entre
los que nos quedamos a presenciar la entrega de medallas. Un rato después me
fui a saludar a un amigo que cumplía años.
En
la calle había festejos. Sí, festejos. La mano de Santa Fe que va hacia el
centro estaba cortada por una multitud del tamaño de dos cuadras. Un tipo en
cuero sentado en la ventanilla de un Peugeot 504 gris sacando el torso afuera y
revoleando una camiseta. Muchas mujeres, la mayoría de unos 16 años, portaban
un maquillaje con los colores de la Selección en los labios o en los párpados o
en las mejillas o en todos esos lugares juntos.
II
En
el supuesto cumpleaños la escena se componía de otra forma: 1) la pantalla del
plasma sobre el escritorio mostrando las imágenes de un partido virtual del PES
donde Uruguay y Chile igualaban 2 a 2 y la estrategia de ambos era el
contragolpe; 2) sobre el sillón dos muchachos que estaban concentrados
observando la pantalla con los joysticks en la mano apenas me saludaron de
palabra; 3) el cumpleañero –que había bajado a abrirme y le di el
correspondiente abrazo en el zaguán del edificio-, sentado en una silla de
madera, en silencio, angustiado me decía que hay un cuarto integrante que está
oculto, que está durmiendo en la habitación contigua y que lo vaya a despertar.
Nos
internamos un buen rato ahí. Tratamos de evitar caer en los lugares comunes del
tipo “Messi es un pecho frío” o “lo importante es que se dejó todo”. Más bien intentamos
no hablar del Mundial.
III
Salimos
hacia el Obelisco. No a festejar -porque jamás se festeja una derrota, en todo
caso se demuestra orgullo con un sórdido silencio- sino a buscar algún lugar
para comer y seguir bebiendo. Antes de cruzar la 9 de julio, en la pantalla que
se veía adentro de un bar, el zócalo de Canal 26 decía INCIDENTES EN EL
OBELISCO. Así: todo en mayúsculas. Cuando cruzamos la gran avenida entendimos
un poco de qué la iba el caos. Mucha, muchísima gente con elementos alusivos a
la esporádica Patria deportiva: banderas, gorros, maquillajes, bubucelas,
remeras. Se cantaba, se alentaba, se gritaba, se maldecía. Había niños
corriendo, madres con cochecitos, grupos de chicas menores, muchachos en cuero tomando
birra del pico y lúmpenes. Apenas algunos policías miraban de reojo el agite.
Se podría decir que estaba una muestra importante de la totalidad nacional.
Encontramos
un antro sobre Rivadavia y tuvimos que golpear la puerta para entrar. Del otro
lado del vidrio, casi con mímica, un pelado grandote con la cabeza tatuada nos
preguntó qué queríamos. Cuando entendió que nuestro objetivo era masticar
algunas empanadas para regodear el estómago y seguir bebiendo nos dejó entrar. La
mayoría de los locales estaban cerrados. El lugar era exactamente eso: un
antro. Los treinta cuadros que adornaban las paredes eran realmente feos: dibujos
similares a la serie Alejo y Valentina con brillo metálico y una insulsa forma
de pintarlos sin demasiado detalle. Por suerte no recuerdo el nombre del bar.
Se
hizo tarde. Caminamos por Florida buscando un pub que uno de los chicos tenía
visitado. Estaba cerrado. Fuimos a otro que quedaba cerca. Lo mismo. Y así.
Caminamos demasiado. Hasta que retomamos la 9 de julio, esta vez desolada.
IV
El
mundo de la Avenida 9 de julio se divide entre los locales que priorizaron la
seguridad de sus pertenencias con una cortina metálica y oscura y los locales
que priorizaron la vistosa vidriera de sus productos con un luminoso vidrio
exhibicionista. Los segundos fueron brutalmente asaltados. Y cuando digo brutalmente no me refiero a la golpiza que
le pueden propinar tres policías dotados de una armadura moderna y elementos de
contusión a un manifestante que apenas tiene un pañuelo que le tapa la boca,
sino, más bien, al golpe certero de una piedra que impacta y destruye la frágil
coraza de la vidriera para que luego, el lanzador ingrese, tome rápidamente
esos ostentosos productos y se esfume del lugar como si nada hubiera pasado. La
brutalidad de tomar lo que el porvenir le quitó. Esa brutalidad que podría ser
equiparable a la doble patada que Biglia y Mascherano travestidos de hermanos
Korioto le lanzan a Schweinsteiger cuando el partido padecía la pura tensión
del final.
V
Resulta
pecaminoso pensar en el Mundial luego de cómo terminó. Los recuerdos son
mútiples y borrosos: Messi como un Jesucristo ciborg que aparece frente a
Bosnia, Irán, Nigeria y Suiza para detonar la rabia contenida de adeptos y
detractores; la lastimosa lucha contra el imperialismo de la FIFA por parte de
un grupo de uruguayos que repudiaban las sanciones al canibalismo de Luis
Suárez; mujeres sobreexcitadas con los abdominales del Pocho Lavezzi y la
consiguiente procesión de hombres inseguros de su propia masculinidad; el enojo
de los tipos que veían cómo, no solo sus señoras sino cualquier sujeto que no
haya visto fútbol en su vida, vivía con la misma pasión que ellos la
experiencia mundialista de cada pase a la etapa siguiente; la vergonzante
derrota brasileña por 7 a 1; la caída en cámara lenta de Sabella cuando un bombazo
de Higuaín da en el travesaño; el derrotero del periodismo especializado que ya
no sabe si situarse como analista, como hincha, como Juez de la moral o como una
máquina de entretenimiento que rechina tan fuerte que es preferible apagar; la
pulenta de Mascherano y la proliferación de sus incondicionales que demuestran
que nuestra Patria es rabia, garra,
huevos y la enorme y siempre latente posibilidad.
Los recuerdos, con el tiempo, van a ser sólo esos. Al menos eso espero.
VI
La
mugre desbordaba las bocacalles. Entre dos y tres columnas de humo que salían
de pequeños incendios entre la basura se desplegaban por cada cuadra. Camiones
policiales, algún que otro oficial, empleados públicos que limpiaban los
destrozos y vendedores ambulantes que se negaban a llegar a su casa con dos latas
de cerveza que le quedaron en la conservadora de telgopor.
Estábamos
caminando por los restos de una ciudad derruida, saqueada, mutilada. Éramos los
sobrevivientes que se escondieron frente al caos inminente (claro que no fue
consciente, sólo queríamos recluir de la masa nuestra angustia y beber un poco
más). Si rengueábamos no era por los golpes recibidos en el combate sino, más
bien, por la cantidad de cervezas que veníamos tomando desde el inicio del
partido.
Humo,
fuego, mugre, vidrios rotos, policías con cascos, basura, vendedores
insatisfechos, y nosotros, caminando hacia algún lugar, intentando no recordar
la mordida de Higuaín en el mano a mano, la pifia de Palacio, la
intrascendencia de Agüero o la ausencia de Messi. Intentando abstenernos a
pensar en el después, en el otro día, en el lunes, tan lunes que lastima.
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